Lo más destacado de estas narraciones es la presencia de un mundo propio habitado por
la insatisfacción y la angustia fraguadas en el diario vivir y expresado en un estilo
diáfano, sin artificiosos rebuscamientos. Su común denominador es la interrelación de
banalidad y trascendencia, binomio fundamental de la narrativa de este siglo. Cada
relato es un trozo de vida en el que se concentra la angustiosa búsqueda de uno mismo
que sucede al hastío de una existencia monótona o al desencanto por el vacío interior
recién descubierto. Los personajes son siempre mujeres que representan otros tantos
ejemplos de almas en conflicto con su entorno, bien por engaño o estafa de la vida, bien
por esencial insatisfacción del ser humano. La soledad es la situación más frecuente. El
amor y el paso del tiempo son los temas preferidos. Y el descontento de cada uno en el
gasto que la existencia cobra a todos es el puente que conduce a la desilusión y a la
angustia. De este modo, lejos de toda simplificación feminista, la idea resultante de
estos relatos se materializa en criaturas desarraigadas, atrapadas en un entorno con el
que no se identifican y extraviadas entre la indefensión de su propia madurez vital y el
estéril refugio en el recuerdo de la infancia.
La mayor parte de estos cuentos revelan una sabiduría literaria, siendo lo
mejores aquellos donde la ternura y el arte de sugerir se dan la mano con la ironía y un
leve distanciamiento humorístico. Así ocurre en la difícil búsqueda del amor en
“Bajo la sombra de cualquier árbol”, la añoranza de momentos idos en “El tiempo
pasa”, la imposible plenitud amorosa en “Hacer el muerto”, la incertidumbre en el
diálogo entre dos voces solitarias en “La espuma blanca de las olas del mar en las
orillas”, la patética aventura de lo cotidiano en “Total”, la imposible huída hacia
adelante en “Rita, punto y aparte” y el enfrentamiento con la vida cuando se ha perdido
la prepotencia que da la ignorancia en “La tormenta”, que es la narración más larga.
Rafael Conte